Aceras de cemento polvoriento
que golpean los pies cansados
y conducen la prisa gris
como el asfalto de la calzada
por donde se deslizan coches
de metal y, todavía, humo.
Paredes que trazan fronteras
al caminante perdido
por la ciudad extraña
en la que busca signos
que le sirvan de guía
hacia el destino escogido.
De pronto, un portón abierto
en el muro interminable
abre su inmensa boca
a un mundo de vida y color
que sólo podrá descubrir
el paseante sin hora fija.
Cristales de colores
luces tintineantes
lloviendo
entre árboles y plantas;
balcones corridos,
olor a hierba fresca.
Un pequeño oasis
en medio de la ciudad
gris y polvorienta
que podía haber pasado
desapercibido
si su puerta
hubiera estado
como tantas otras,
cerrada.
¿Cuántas maravillas
nos rodean
en almas bellas
llenas de luces
vida, experiencias
y colores?
Quizá pasamos a su lado
sin mirarlas
atrapados por el ajetreo
de las jornadas que se pisan
unas a otras
como si se persiguieran.
O quizá son ellas
las que esconden
su hermosura
cerrando el portón
de la entrada
al patio de las mil tonalidades.
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