Las calles estrechas
de mi barrio
siempre guardan sorpresas
al final de sus líneas
no rectas, sino vivas,
por tantos siglos de continuos pasos
hacia millones de epopeyas
escondidas.
Las torres de la catedral
que se asoman
suavizadas por la niebla
al final de la Calle Mayor
lanzan sobre los vecinos
el sonar de sus campanas
que nos marcan las horas
de la vida.
El monte San Cristóbal
bañado por el sol de otoño
dibujando la lejanía libre
sobre la cercana fuente de Descalzos,
es una invitación a volar
por los espacios abiertos
que desde la estrechez de los adoquines
a veces añoramos.
Buenos días,
montaña enclaustrada
entre dos muros de cemento.
Gracias por recordarme
que hay otros mundos
a mi alcance
para respirar luz y libertad
de maneras diferentes.
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