He dejado mi plaza con su ambiente sanferminero y me he embarcado en un viaje lleno de nostalgia al lugar donde pasé algunos de los mejores veranos de mi infancia: Canet de Mar, en Barcelona.
Hacía muchos años que no había vuelto. mi sobrino, que era entonces un niño pequeño y ahora es un hombre hecho y derecho, de alma sensible y artística, me hizo de cicerone.
El pueblo ha cambiado mucho, se ha extendido, ha evolucionado, pero su esencia está ahí: el largo paseo cuesta arriba hacia el santuario de la Misericordia, las callejuelas del centro, la plaza de la parroquia a donde daba nuestro ático siempre soleado, hoy ocupado por extraños.
Cuántos recuerdos afloraron en ese paseo por mis paisajes del pasado feliz ocupado por las personas que más he querido y ya no están. Las risas de mi madre, los chistes de mi padre, felices, haciendo planes para que disfrutáramos de nuestra vida allí. Los juegos con mis hermanos, hechos una piña, cuando las horas no contaban. Y el mar. Ese mar azul cristalino que te llama con cantos de sirenas a que te lances a sus brazos mientras lame tus pies con las tranquilas olas que llegan a la orilla de arena gorda que no enturbia sus aguas.
Los recuerdos a veces duelen por todo lo que se ha perdido, pero a veces devuelven al alma una dulce alegría que acaricia el alma por toda la felicidad vivida.
Imágenes de felicidad pasada se hacen presentes y en ellas hay juegos, risas, rostros queridos que te sonríen y te dicen: no te preocupes, todo irá bien.
Espacio para ideas y comentariosCancelar respuesta