Paraguas y capuchas acotan el paisaje al suelo mojado y triste de pasos apresurados. Por fin huele a otoño en mi plaza acristalada donde todo brilla menos el cielo encapotado. Llueve. ¡Y cómo! Las bicicletas están empapadas. Los más pequeños de la escuela parecen setas bajo sus paraguas. Son los únicos que no tienen prisa. Se divierten y entretienen, descubren la magia de los charcos, mientras sus padres tiran de ellos para llegar cuanto antes a casa y refugiarse del frío y el agua. Los mil colores de fachadas mosaicos y banderas lucen sin que nadie los mire reflejados en los charcos. Así pasa mi vida perpleja que sueña en secreto con mares abiertos y se despierta caminando sola con cuidado de no salirse de estas cuatro esquinas. No me quejo, porque son bellas llenas de vida cierta y no imaginada que se desgrana día a día debajo de mi ventana o al lado de mis zapatos. Llueve. Ya no puedo seguir mirando al suelo mojado y gris como mis pensamientos ni continuar huyendo. Tiro el paraguas de la nostalgia, miro a lo alto desafiando el temporal, dejo que el agua me empape la cara, y contemplo los colores limpios de mi plaza recién lavada. Y me alegro de estar viva en este rinconcito del mundo donde por fin huele a otoño y el suelo mojado brilla con mil destellos como si fuera de cristal. Foto: Mosaico en lo alto de la fachada de la antigua biblioteca en la Plaza de San Francisco
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