Paraguas y capuchas
acotan el paisaje
al suelo mojado y triste
de pasos apresurados.

Por fin huele a otoño
en mi plaza acristalada
donde todo brilla
menos el cielo encapotado.

Llueve. ¡Y cómo!
Las bicicletas están empapadas.
Los más pequeños de la escuela
parecen setas bajo sus paraguas.
Son los únicos que no tienen prisa.

Se divierten y entretienen,
descubren la magia de los charcos,
mientras sus padres tiran de ellos
para llegar cuanto antes a casa
y refugiarse del frío y el agua.

Los mil colores de fachadas
mosaicos y banderas
lucen sin que nadie los mire
reflejados en los charcos.

Así pasa mi vida perpleja
que sueña en secreto con mares abiertos
y se despierta caminando sola
con cuidado de no salirse
de estas cuatro esquinas.

No me quejo, porque son bellas
llenas de vida cierta y no imaginada
que se desgrana día a día
debajo de mi ventana
o al lado de mis zapatos.

Llueve.
Ya no puedo seguir mirando 
al suelo mojado y gris
como mis pensamientos 
ni continuar huyendo.


Tiro el paraguas de la nostalgia,
miro a lo alto desafiando el temporal,
dejo que el agua me empape la cara, 
y contemplo los colores limpios
de mi plaza recién lavada.

Y me alegro de estar viva
en este rinconcito del mundo
donde por fin huele a otoño
y el suelo mojado brilla 
con mil destellos
como si fuera de cristal.

Foto: Mosaico en lo alto de la fachada de la antigua biblioteca en la Plaza de San Francisco










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